miércoles, 24 de noviembre de 2010

Dante Dallebra

Sentado en la taberna, al fondo, se encuentra un joven con mirada ausente, altiva. Su rostro está marcado por pequeñas cicatrices; su cabello cae laciamente sobre sus hombros. El sombrero descansa sobre la mesa junto a una jarra de cerveza fría a medio vaciar. Nos acercamos a él, que dándose cuenta de nuestra presencia, ladea la cabeza con tal de mirarnos.

-¿Mi historia? ¿Para qué querríais saberla?

 

Alguna moza de la barra empieza a reír estrepitosamente, fruto del alcohol que hay en sus venas.

-Vosotros, sí vosotros –ladra, señalándonos a nosotros-. No malgastéis tiempo en hablar con Dante. Prácticamente todo cuanto dice no es más que pura palabrería.

 

Las manos de la mujer no encuentran sitio al que agarrarse y cae al suelo. El tabernero, dejando ir alguna que otra palabra mal sonante, la recoge y la lleva a una sala tras una cortina. Es entonces cuando Dante empieza a negar con la cabeza. Apura su jarra de cerveza en apenas un trago, coloca el sombrero sobre su cabeza y, con un ligero movimiento de cabeza, nos pide que le sigamos.

 

Conducidos hasta el muelle del puerto observamos el devenir de las olas. Las últimas gaviotas despistadas vuelan hacia sus refugios para pasar la noche. Nos sentamos sobre unas cajas, mirando al océano, sin saber si decir algo más o no.

 

-Mi historia… Puede que os cuente la verdad. O puede que no. En vuestra mano está creerme o condenar mi lengua.

Cierra los ojos unos momentos y, fijando los ojos en el lejano horizonte, Dante comienza a hablar.

 

»Mi historia empieza en una pequeña casa de la aldea de Ascea, Vodacce. Nací en aquella casa, gracias al colosal esfuerzo de mi madre. No conozco mucho esa parte de mi vida; sólo sé que mi padre nunca estaba en casa y era ella quien cuidaba de mí. Aquella situación duró siete años. En 1654 mi padre apareció en casa. Me hizo tomar un par de pertenencias y me arrastró con él a alta mar. En el fondo, le estoy enormemente agradecido.

 

Hasta ese momento mi vida se había reducido a estudiar algo que no me interesaba, vivir una vida que no me motivaba, creer en un dios que no me cuidaba. Pero el mar, la vida de la libertad, me hizo ver que había más mundos, más vidas. Y alguno de ellos sería el adecuado para mí.

 

De mi pasado me llevé la sonrisa de mi madre, un fuerte sentimiento de represión sobre mí mismo que tenía que explosionar en algún momento y un buen amigo, Giula Fontelle, al que encontré años más tarde en tierras castellanas. En el fondo, no hay muchos más recuerdos destacables antes de mi viaje con mi padre.

 

Pero ahí estaba; apenas un niño y ya me dedicaba a subir por las cuerdas, colocar velas, limpiar la cubierta. Pasé a ser el vigía. Era una posición que me agradaba tremendamente. Desde ahí arriba era capaz de visionar todo el océano, su inmensidad, su fusión con el cielo. Y, por supuesto, era el primero en enterarme de todo.

 

Pasé once años con la tripulación de mi padre. Nunca fue algo muy bien montado. Unos entraban, otros salían; el capitán y nosotros dos fuimos los únicos que jamás abandonamos el barco. Pero, ¿era aquello realmente la libertad que andaba buscando? No, claro que no; mi libertad era presa de una rutina a la que no estaba dispuesto a someterme. Sintiéndome capaz de subsistir por mi cuenta, abandoné aquél barco que tanto me había enseñado y partí en busca de propias aventuras.

 

Siendo mi capital bastante bajo, me limité a unirme a otras embarcaciones con otros destinos. No buscaba nada en especial, simplemente sentirme libre, capaz de decidir por mí mismo, tomar mis propios valores. Pasé de ser el niño del barco a ser una de esas almas que entran y salen del navío como quien cambia de posada cada noche.

 

Todo cambió la mañana que atracamos en tierras castellanas. Encontrábame en el pueblo de Onís. Paseé por la ciudad buscando alguna posada en la que pasar la noche –y, para qué negarlo, tal vez algún tipo de compañía femenina…-, cuando una pequeña niña topó conmigo.

 

Tenía la carita algo sucia, unos ojos marrones profundos y un osito de peluche algo deshilachado. Seguramente, si no fuera por ese insignificante objeto, no me hubiera percatado. Pero aquello me hizo examinarla con mayor intensidad. Tenía sus ojos. La forma de su rostro, la nariz… Estaba claro que por aquella niña corría la sangre de Giula.

 

Asombrado por el gran parecido de la niña con mi viejo amigo al que hacía tantísimos años que no veía, me hizo acercarme a la pequeña. Ésta se asustó, puesto que empezó a llorar llamando a su padre que, efectivamente, era él; con muchos años de más, la madurez palpable en su rostro y, sobretodo, me fijé en el puño cargado que se dirigía directamente hacia mi cara.

 

Tras una pequeña pelea, conseguí que me reconociera. ¿Veis esta cicatriz? Fruto de aquél momento. Maldito Giula… A pesar de haber pasado el tiempo, seguía ganándome en fuerza física. Aquella noche me invitó a su hogar. Era un lugar pequeño, lleno de niños de mayor o menor edad y tamaño, todos con sus ojos. A quien no vi fue a su mujer.

 

Cuando todos los niños estuvieron dormidos, sacó una vieja botella de ron y nos sentamos a la mesa. Le conté mi historia, tal y como hago ahora con vosotros. Él me contó la suya. Tal y como me pasara a mí, no soportó la vida de Ascea. Huyó del poblado buscando la libertad del mar y encontró la felicidad del amor y la familia. Sus viajes fueron siempre cortos desde que conoció a Marianne; siempre volvía a Onís para verla.

 

No tardaron en casarse y empezar a tener hijos. Pero no todo podía ser un cuento de hadas; lo cierto es que un grupo de piratas mercenarios se pusieron al tanto de la fortuna de Giula –que resultó ser uno de los mejores herreros del país-. Pero mi amigo ya había asegurado su fortuna; así que los saqueadores se llevaron el segundo tesoro de Giula: Marianne.

 

Se echó a llorar. Y ver así a alguien que fuera tan importante para mí me destrozó por dentro. Es cierto, podría haberme limitado a consolarle. Pero eso no va conmigo. Así que al día siguiente cambié de embarcación y puse rumbo en busca de los tipos que secuestraron a Marianne. Mirad, ésta es»

 

Dante rebusca entre sus bolsillos y nos muestra el retrato de una mujer de unos 25 años, de cabello oscuro. Rasgos finos, cuello largo, boca pequeñita… Es una mujer bastante bella, aunque se le notan el esfuerzo y la pobreza. Nos muestra también un par de carteles de “Se Busca” con los nombres de los mercenarios que la secuestraron.

 

Uno de ellos es un hombre delgado, de nariz aguileña, con gafas redondeadas y una larga coleta de pelo enmarañado. Viste una camisa abierta, dejando ver un cuerpo escuálido y marcado por tatuajes. El nombre que reza sobre el precio es Henro Fret.

 

El otro, con un precio algo menor, es un hombre corpulento, con las orejas perforadas, algún que otro hueco vacío en la dentadura y una espesa barba. No tiene pelo en la cabellera, aunque esto se ve compensado por el exceso de vello en el resto de su cuerpo. Viste con una camisa que deja al descubierto sus musculosos brazos, hinchados.

 

»Y ya veis. Este par de tipos son los causantes de la desgracia de mi amigo. Sí, les persigo. Es como una meta para mí. Tal vez lo haga realmente por compasión, por simpatía o por cariño hacia Giula. O tal vez, simplemente, quiero demostrarme a mí mismo que soy capaz de conseguirlo.»

 

Y tras decir esto, Dante nos hace una pequeña reverencia con su sombrero y se marcha por donde ha venido.

 

Aunque le hayamos perdido de vista, el joven pirata prosigue su camino hasta la taberna donde nos lo encontramos. La moza que anteriormente se desmayó vuelve a estar en óptimas condiciones y se le acerca con una mirada realmente lasciva. Sin contemplaciones, pasea sus manos por el pecho de Dante mientras repasa sus labios con la lengua.

-No, Clotilde. No quiero nada de ti –murmura, ensombrecido, el pirata.

 

Algo ha cambiado en su mirada desde el momento en que le encontramos en la taberna horas antes. Parece apenado, y sin decir nada a nadie más, sube a su pequeña habitación. Se estira sobre la cama, mirando el sucio techo, con un único pensamiento en la mente. Anabelle, la joven hija del conde de Nervel, ciudad de Avalon.

 

Dante viajó a aquellas tierras tiempo atrás y su corazón quiso quedarse allí, con la joven condesa. Desde entonces no mira  a ninguna otra como cuando la miró a ella, ni su corazón se acelera al sentir el olor de las damas. Pero, a la vez, comprende que es un amor imposible, pues ella es prácticamente una noble, y él no es más que un sucio pirata. 

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Desde ahí arriba era capaz de visionar todo el océano, su inmensidad, su fusión con el cielo ♥

Publicar un comentario

Venga, no te calles... ¿Qué es lo que piensas?